Eran las seis de la mañana, y él ya había decidido
empezar con la rutina de ese nuevo día. No podía seguir dando vueltas en la
cama, esperando el despertar del sol. Se había cansado. De todo.
Primero puso su pie derecho sobre el suelo. Después
el izquierdo. Nunca había sido supersticioso, pero últimamente ya no sabía qué
pensar. Descalzo pudo llegar hasta el baño, dos habitaciones más allá, al fondo
a la derecha. El espejo era cruel a esas horas. Unos rizos enmarañados, ojos
hinchados y alguna que otra legaña. Cosas del despertar, pensó. Aún era un
chaval y no podía evitar sentirse viejo. Era como si el tiempo hubiera decidido
acabar despiadadamente con sus ganas, con esa vitalidad que antaño irradiaba.
En aquel pasillo diáfano seguía toda la ropa que
había tirado la noche anterior, tras regresar de una indecente borrachera. Las
paredes rezumaban un fuerte olor a tabaco. Las cortinas empezaban a amarillear,
como los libros viejos que nadie lee. Una mezcla explosiva que le transportaba
hasta su antiguo hogar, hogar de fumadores. Él había crecido entre unos padres
que no dejaban consumir ningún cigarro, unos padres nerviosos, abandonados a su
destino tras el humo de aquella droga.
Suspiró, como el que carga en un instante una
pistola llena de recuerdos capaz de matar a cualquiera con una sola bala. Tomó
su enorme taza de café recalentado al microondas, y fue directo hacia el sofá.
Fuera, el pequeño jardín que en su día le impulsó a comprar aquella casa,
seguía recibiendo el agua de una lluvia fina que no parecía cesar. El duro
invierno de la zona a menudo helaba todo signo de vida vegetal que pudiera
imaginarse, así como innumerables corazones de jóvenes abatidos. No eran buenos
tiempos para los indecisos, los románticos o los emprendedores. El invierno se
llevaría por delante cualquier elección y cualquier ilusión infundada o
no.
Su café se había enfriado. Sin darse cuenta, había
consumido sin piedad su última cajetilla. Y a las seis de la mañana de un
domingo como aquel era muy complicado encontrar algún bar o estanco abierto.
Miró fijamente a la lamparita del techo. ¿Cuánto tiempo llevaría encendida
aquella ridícula bombilla? Él siempre la había conocido inmóvil en ese mismo lugar.
Nunca se había visto obligado a sustituirla por otra. Nunca le había
fallado.
De lleno en sus pensamientos sintió que su corazón
ardía, como la paja que prende a la más mínima chispa que encuentre en su
camino. Ya no podía más. Su cansancio se había convertido en polvo. Ya no
entendía nada. No podía dejar de preguntarse qué día cambió su suerte. Cómo o
de qué manera había perdido todo lo que le mantenía unido a la vida; viviendo.
La vida se había portado bien con él, hasta el
momento. Nunca pedía demasiado, y solía apreciar todo lo que ésta le regalaba.
No es que fuese asiduo a ello, pero al menos una vez al año intentaba realizar
buenas acciones en agradecimiento. Pero una noche llegó a casa tras el trabajo,
y ella ya no estaba. Se había marchado, haciéndole dudar de su existencia por
un instante.
No había dejado nada; ni una triste nota pegada en
la nevera. Ni un mensaje en el contestador. Ni una sola camisa en su armario.
Nada. Había desaparecido por completo, sin dar explicaciones y sin pinta de
querer volver. El destino caprichoso había decidido alejarla. Y desde entonces
en su jardín ya no crecía nada. Ya sólo podía esperar a que ella, u otra como
ella, llenase de nuevo una vida insustancial, repleta de preguntas sin
respuestas; de laberintos imposibles de recorrer. Alguien capaz de llenar de luz
una maleta oscura, tenebrosa y apática. Ya no podía hacer nada. Se había
quedado solo, solo con sus miedos y sus penas. Solo. Sin consuelo alguno, sin
ese hombro donde llorar, sin un pañuelo donde secar tanta lágrima.
Él también había tocado fondo. Un fondo
interminable. De la cocina salía un intenso olor a comida quemada. Sus
pensamientos le habían hecho olvidar la tostadora. ¿Qué sentido tenía todo
aquello...?